jueves, 16 de febrero de 2023

Fútbol femenino, una trama de liberación y control


Ya sea al borde de un campo de entrenamiento, en torno a una taza de café, en los graderíos de un estadio, las voces de estas mujeres aportan la riqueza vivencial, la reflexión y la sensibilidad genuinas de quienes habitan este mundo llamado fútbol profesional femenino.




martes, 7 de febrero de 2023

Historias de desobediencia o la lucha desde la escritura

Por Gustavo Abad Ordóñez

Cristina Burneo Salazar es escritora, traductora y docente universitaria. Pero antes de eso ha sido y sigue siendo una persona con enorme sensibilidad y compromiso social. Quizá por ello, su energía intelectual nunca se ha quedado congelada en los claustros académicos. Por el contrario, su pensamiento político se materializa en un activismo directo a favor de las luchas sociales, principalmente las relacionadas con el feminismo y la migración. Cristina escribe constantemente sobre ello. El resultado de su escritura, inevitablemente ligada a su experiencia política, es su libro “Historias de desobediencia. Crónicas 2013-2021”, publicado por Recodo Press. Es un libro que duele, pero no tanto como dolería el silencio si esas historias no se contaran. Por eso hay que leerlo ahora, justo cuando el olvido y la impunidad más se creen triunfantes.

Este libro no obedece a un plan de escritura, como ocurre con las tesis, con las novelas, incluso con los ensayos, en los que el autor o autora sigue un esquema trazado de antemano. Más bien, estas historias se escriben a la par que transcurre una etapa de la vida de su autora. Yo diría que el texto tiene casi el ritmo del diario vivir: unos hechos tras otros, una alegría seguida de un dolor, una marcha sobre el asfalto, un abrazo solidario, una justicia que no llega, un triunfo sobre la impunidad para no decaer, una reflexión más adelante, y así... Usaré un coloquialismo muy quiteño, un uso entrañable del gerundio: este libro se va escribiendo a la par que la autora va viviendo. Y después de ocho años, con la distancia que sólo permite el tiempo, ella encuentra una perspectiva para ordenar sus relatos por temas, como se ordenaría un bosque por grupitos de árboles: la palabra, la niñez, la migración, el aborto, la memoria... La travesía por ese bosque no es solo narrativa, sino genuinamente vital y política. 

Mientras leo, recuerdo que Susan Sontag decía que los únicos que tienen derecho a mirar el dolor ajeno son quienes tienen alguna posibilidad de aliviarlo. Los demás, decía ella, somos simples mirones. Esa sentencia me ha acompañado por muchos años y, cada vez, frente a nuevos hechos dolorosos, le hallaba nuevos significados. Este libro me suscita otra reflexión: quienes tienen derecho a mirar el dolor de los demás son también quienes tienen la posibilidad de narrarlo, de hacerlo fluir en un relato solidario y respetuoso para que no se olvide, para que no perdamos la capacidad de conmovernos. Esa también es una forma de aliviar el dolor, porque nos permite hacerlo un poco más nuestro, de hecho, nos conmina a hacerlo nuestro. Eso, en sí mismo, le da mucho valor a un libro como este de Cristina.

Una de las historias que me llegó de manera especial es “El cable de luz”. No hay nada más material y anodino que un cable de luz y, sin embargo, en esta crónica, Cristina nos permite ver en ese objeto ordinario un gran significado. Es la historia de cientos de personas cubanas que acampaban en el parque La Carolina con la finalidad de solicitar una visa en la Embajada de México y así evitar su deportación a Cuba. El gobierno de entonces, autodenominado de la revolución ciudadana y de la ciudadanía universal, no tuvo la humanidad que se necesita para ayudar a esas personas. Por el contrario, hizo todo para deportarlas a su país, donde les esperaba un juicio por deserción. Fue entonces cuando el guardia de un edificio, a riesgo de ser despedido, les acercó un cable de luz y una toma de agua, que en esas circunstancias son mucho más que un poco de luz y un sorbo de agua. Son la restitución elemental de la dignidad y el respeto que el gobierno les quitaba. La crónica consiste, sobre todo, en narrar las grandes paradojas de la vida. En casi todas las historias de este libro encontramos esas crueles paradojas.

Ceo que fue Paul Auster quien dijo que todo escritor es un desadaptado, porque no se encuentra en paz con el orden imperante, porque piensa que ese orden es injusto, pero muchas veces no sabe cómo rebelarse contra eso. Entonces busca en el lenguaje, en las palabras, la posibilidad de rehacer ese mundo, de darle un sentido a esa realidad que lo rebasa. Por ello, me parece que estas historias de desobediencia surgen también de una inconformidad con el estado de violencia en el mundo. En ese sentido, Cristina, en tanto activista y escritora, puede ostentar con orgullo un sitial en el mundo de las y los desadaptados, quiero decir, de quienes no se resignan, pero tampoco renuncian a decirlo públicamente. De eso trata justamente la desobediencia y una de sus formas es la escritura.

Entre los fundamentos de la crónica, como narrativa documental, están la inmersión y la mirada. La inmersión consiste en adentrarse en un mundo, en un ámbito concreto de la vida para conocerlo e interrogarlo. La mirada, por su parte, implica poner en esa búsqueda, en esa interrogación, nuestra visión del mundo, la experiencia de lo que somos y de lo que hemos aprendido a ver desde allí. Creo que Cristina, en tanto cronista, hace ambas cosas. No necesita sumergirse porque, de hecho, ya está inmersa en esas realidades, por tanto, el asunto de la mirada está totalmente claro. En este libro confluyen un impulso político, un impulso periodístico y un impulso literario sobre los que se asientan y adquieren su mayor fuerza estas historias de desobediencia.

 

(Leído en la presentación de “Historias de desobediencia”. Casa Emancipadx. 28 de enero, 2023)

jueves, 14 de octubre de 2021

Levanta como niña

Por Gustavo Abad

Álvaro Alemán ha escrito un libro hermoso. “Levanta como niña: la historia de Neisi Dajomes” es un homenaje a la primera mujer ecuatoriana en alcanzar el Oro Olímpico en levantamiento de pesas en los recientes juegos de Tokio. Es un regalo para quienes amamos los deportes y las letras por igual. Buen diseño, linda portada y excelente contenido. Quien busque periodismo tendrá aquí hechos, nombres, fuentes y todo aquello que en el oficio se conoce como referencialidad. A quien le interese la historia se encontrará con el origen remoto del apellido de Neisi: el reino de los Dajomey, en el África Occidental. Quien aprecie la narrativa podrá disfrutar de una convivencia armónica entre crónica, testimonio y poesía.

“Levanta como niña…” es un relato y un retrato a la vez. En él podemos ver no solo los triunfos nacionales, panamericanos y olímpicos de Neisi, sino también la épica cotidiana de esta joven de apenas 23 años, en un país donde los –y especialmente las– deportistas tienen que superar las exigencias físicas de su disciplina y además remontar la montaña de dificultades impuesta por unas dirigencias ineptas. En ese sentido, el libro es también una denuncia acerca de los malos manejos del deporte en el Ecuador.

Para narrar una vida hay que tener recursos literarios, pero también hay que vivir una experiencia corporal en el contexto del personaje. Álvaro es escritor y deportista. Esa doble condición –más el hecho de ser uno de los impulsores de la carrera de Neisi–  le facilita internarse en el mundo de ella, someterse a los rigores del entrenamiento en el mismo gimnasio de la Shell, escuchar su voz, entender su pensamiento, respirar su mismo entorno vital de pesas, vendas y linimento. Eso que llaman empatía.

Así, reconstruye las escenas fundamentales de esta historia: Neisi y sus hermanas ateridas de frío y de miedo en un internado en Alausí donde las dejó su madre porque no tenía dinero ni trabajo para sostenerlas; Neisi en su primera competencia nacional que, de paso, le sirvió para ver por primera vez el mar a los 11 años; Neisi y una tropa de niños y adolescentes viviendo en la casa de su entrenador, Walter Llerena, quien intuía que si aseguraba la cena de los niños esa noche, quizá aseguraba una medalla de oro para este país en el futuro… Y no voy a contar más aquí, porque hay que comprar el libro, meter un poquito el hombro a favor de la deportista y del escritor, porque en este texto se juntan el sudor del gimnasio y la intensidad de la escritura.

Con el tiempo he aprendido que uno de los méritos del narrador consiste en saber cuándo levantar la vista del objeto de su escritura y poner su pensamiento en diálogo con un universo más amplio. En el epílogo del libro, Álvaro hace una disquisición acerca de lo que significa el peso: “¿qué es una pesa?, ¿qué es pesar?, ¿qué sopesa la sociedad ecuatoriana cuando celebra la medalla de Neisi Dajomes?, ¿qué significa esta actividad en sí y en relación con el ser humano?”, se pregunta. Y halla respuestas insospechadas en las fuentes de la historia y la cultura.

Esas preguntas me hicieron viajar a una novela que leí hace tres décadas: “La insoportable levedad del ser” de Milan Kundera. En ella, el narrador se pregunta: “¿es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad?” Y rebusca desde la filosofía clásica hasta las artes amatorias para bosquejar una respuesta: “La carga más pesada es, por lo tanto, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será (…) Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real solo a medias y sus movimientos sean tan ligeros como insignificantes”.

¿Se puede extrapolar este pensamiento a la vida de Neisi o a la de tantos deportistas que, como ella, cargan literalmente el peso de la disciplina que escogieron? No me atrevo. Una parte de mi dice que sí, que el peso aporta sentido de realidad a la vida, sirve de ancla y evita que te lleve cualquier viento. Otra parte dice que no, que el peso excesivo proviene de la injusticia y su aceptación colinda con el dogma judeocristiano del sufrimiento. Y todo esto me lleva a otra pregunta: ¿se puede hablar solo de peso en la vida de Neisi?, ¿no hay lugar también para la levedad, para la liberación, en ese acto supremo de levantar 263 kilos?

Con esa idea entro a Youtube. 1 de agosto de 2021:

Neisi, de pie detrás de la barra, se prepara para el tercer intento en la modalidad envión. Tiene que levantar 145 kilos para asegurar la medalla de oro pues en la modalidad arranque ya ha levantado 118. El envión implica dos movimientos: el primero consiste en levantar la barra hasta los hombros, viene una ligera pausa para tomar aliento, y en el segundo tiene que colocar la barra por sobre la cabeza y sostenerla sin doblar los brazos. Neisi respira profundo, cierra los ojos y convoca todas sus fuerzas físicas y mentales. Jala la barra con fuerza y, en fracciones de segundo, la coloca sobre sus hombros. Hay que ver su rostro tenso, las venas del cuello inflamadas, la mirada fija en algún lugar del infinito. Respira de nuevo y, con un movimiento coordinado de brazos, tronco y piernas, coloca la barra en todo lo alto. No bien lo logra y ya un grito se escapa de su garganta. Es un grito agudo, poderoso. Neisi deja caer la barra y se aparta hacia atrás como asustada de sí misma. Ahora no solo grita, también salta de la emoción. Después cae de rodillas, golpea el piso con ambas palmas y llora. Se va de llanto con la frente pegada a la tarima. Con una mano aparta los discos olímpicos que hace unos instantes la aprisionaban contra el planeta. Se ha quitado la presión, se ha deshecho del peso, y es imposible no ver, en ese instante fugaz, en ese momento supremo de triunfo, su anhelada liberación, su plena y maravillosa levedad.

lunes, 22 de marzo de 2021

El voto nulo o la ética de la resistencia

 Por Gustavo Abad

Votar por el mal menor nunca ha sido un buen negocio. En 1996, la mayoría apostó por la verborrea populista de Bucaram para que no llegara al poder la derecha socialcristiana de Nebot. Y el loco montó tal show de corruptela y nepotismo, que una insurrección social tuvo que echarlo a los seis meses para que no se robara hasta los floreros. En 2002, muchos pensamos que Gutiérrez, aunque milico y golpista, no era tan malo frente a las escasas luces del millonario Noboa. Y dos años después, una revuelta popular, cansada de tanto latrocinio, tuvo que obligarlo a huir por los tejados de Carondelet. Así que el mal menor siempre ha resultado lo peor.

Miento, lo peor todavía estaba por venir. En 2006, entre esperanzados y embobados por su discurso aparentemente de izquierda, elegimos a Correa. Y tuvimos que ver cómo, durante diez años, una banda delincuencial saqueaba las arcas del Estado mientras perseguía y encarcelaba a periodistas, ecologistas, maestros, líderes sociales, feministas, estudiantes, opositores, sindicalistas… y todo aquel que se atreviera a denunciar la corrupción.

Ahora estamos en las mismas, arrastrados al borde del abismo, obligados a escoger el mal menor entre Arauz y Lasso una vez que el CNE y el TCE enterraran cualquier posibilidad de confirmar o negar las sospechas de un fraude para sacar de competencia a Yaku Pérez, el candidato del movimiento indígena. De ese pozo profundo de ilegitimidad quedan en la carrera Lasso y Arauz.

Marioneta del progresismo autoritario, Arauz representa el retorno del correísmo al poder, del cual solo será su instrumento de impunidad y venganza. Abanderado de la banca insaciable, Lasso no conoce otro modelo que el de la máxima concentración de la riqueza y cero redistribución. ¿Estamos realmente obligados a escoger? Arauz, cheerleader de un prófugo de la justicia. Lasso, colaborador de todos los gobiernos desde Mahuad hasta Moreno. ¿Por qué tenemos que creernos la ficción de que estamos ante dos proyectos diferentes? Más que contrarios, Arauz y Lasso son complementarios, las dos caras de una misma moneda: injusticia social y degradación política.

El debate presidencial del domingo 21 de marzo, en lugar de aclarar las cosas, profundizó el escepticismo y la desconfianza. No fue un debate, mucho menos una exposición fundamentada de planes de gobierno. Parece que los organizadores se esmeraron en buscar un formato que redujera al mínimo la reflexión y elevara al máximo la demagogia. Fue un intercambio tóxico de agresiones del que no vale la pena ocuparse más, sino para confirmar lo que ya sabíamos: gane quien gane, vamos a perder.

Entonces cobra sentido el voto nulo como último pero legítimo acto de resistencia. Una expresión de la desobediencia civil para recordarle al próximo detentador del poder su escasa legitimidad. Hay que restarle al menos parte de su capital mal habido. Un poder sin legitimidad está obligado a ceder, a negociar, a refrenar su proyecto de dominación. Anular el voto en este contexto no significa eludir la responsabilidad de tomar partido como pretenden hacernos creer los seguidores de lado y lado. El voto nulo es, en última instancia, la expresión manifiesta de una ética del no: no acepto, no quiero, no me resigno...

Frente a la disyuntiva perversa de escoger el nombre del opresor, la negación también adquiere un sentido liberador. Los movimientos feministas llevan años enseñándonos esa ética de la resistencia: “no es no”. Podemos trasladar esa premisa emancipadora de las mujeres al plano de la política electoral y decir “no es no” a dos candidatos que representan las vertientes más retardatarias de la política ecuatoriana: el progresismo autoritario de Arauz y el neoliberalismo económico de Lasso.

Pedir a los votantes que no tachen la papeleta es como pedir a las mujeres violentadas que no rayen las paredes, que no pinten las estatuas, que no rompan las vallas. Ellas rayan, pintan y rompen no la insensible materialidad de las cosas, sino la persistencia de un sistema injusto. Una equis por todo lo ancho también es una manera de pintarles la cara tanto a las instituciones formales del sufragio como a las mafias electorales con quienes actúan en connivencia. ¿Acaso entre ambas no nos han pintado ya la cara a nosotros?

En estas condiciones, el voto nulo consciente es otra forma de disidencia. Es la herejía de nuestro tiempo en que los sacerdotes de la corrección política proclaman la necesidad de alinearse. Así como la prédica del creyente supone que fuera de la religión no hay humanidad, la prédica del militante supone que fuera del partido no hay política. Herejes y disidentes han demostrado a lo largo de la historia un mayor sentido de lo humano y de lo político que aquellos que se proclaman sus máximos guardianes.

 

lunes, 22 de febrero de 2021

El CNE y su densa oscuridad

Por Gustavo Abad

Este martes llegará a Quito una numerosa marcha de apoyo al candidato presidencial Yaku Pérez y sus demandas de transparencia en los resultados de las elecciones del pasado 7 de febrero. Miles de personas han caminado durante una semana cerca de 700 kilómetros desde Loja hasta la capital de la República para exigir al Consejo Nacional Electoral (CNE), entre otras cosas, la reapertura de las urnas y el recuento de los votos. Mientras tanto, ese organismo proclamó en la madrugada del domingo 21 de febrero, cuando el país dormía su más profundo sueño, los resultados que colocan en primer lugar al correísta Andrés Aráuz, una ficha del progresismo autoritario; seguido por el banquero Guillermo Lasso, de la derecha neoliberal; y en tercer lugar a Yaku Pérez, ecologista, defensor del agua, activista antiminero y representante del movimiento indígena ecuatoriano.

Durante las últimas semanas, Yaku y las organizaciones sociales que lo apoyan han denunciado un conjunto de errores e inconsistencias en el proceso electoral (ausencia de las actas originales, cifras que no cuadran, actas sin firmas de los responsables…) que les permiten sospechar que se ha cometido un fraude electoral para dejar al candidato de Pachakutik fuera de la segunda vuelta o balotaje el próximo 11 de abril.

Frente a ello, el CNE no ha ofrecido una respuesta técnica ni una explicación plausible, sino retórica: “actuamos con transparencia” ha repetido su presidenta y lo han coreado sus consejeros. Aquí es cuando el sentido de la realidad se desplaza desde el terreno material y tangible de los hechos –no hay algo más concreto que una solicitud de reapertura de las urnas y recuento de los votos– al lugar oscuro y resbaloso de los tecnicismos –instructivos, resoluciones, informes– con que la autoridad electoral ha dilatado sus decisiones y profundizado la ya inmensa desconfianza ciudadana en las instituciones del Estado.

Ahora es cuando resulta más urgente recuperar el nombre y el sentido de las cosas; preguntarnos qué implica un fraude o, al menos, una conducta fraudulenta. Hay que entender que un fraude en este contexto no se limita a la maniobra física o electrónica de quitar o poner votos a un candidato para perjudicar a otro. El fraude –incluso si no se llegara a comprobar técnicamente el engaño– adquiere cuerpo justamente en ese entramado de hechos poco claros sumados a la escasa voluntad de que se aclaren. El fraude, en su sentido más amplio, no tiene que ver solo con el cometimiento de un engaño –o el intento de cometerlo– sino también con el ocultamiento de este.

Cuando una persona o institución actúa de modo que afecta la confianza y la fe públicas comete fraude pues este también consiste en los niveles de incertidumbre y de sospecha que deja en la sociedad el proceder de esa persona o institución.

Hasta ahora, son demasiadas las dudas e interrogantes que deja este proceso: ¿por qué la presidenta del CNE anunció los resultados de un conteo rápido, según el cual Yaku ocupaba el segundo lugar, solo para ser desmentida pocos minutos después por un consejero de ese organismo? Si contaron el 97% de los votos en un solo día ¿por qué se tomaron dos semanas para el 3% restante? ¿Por qué el CNE avaló el 12 de febrero un acuerdo entre los candidatos para abrir el 100% de las urnas en la provincia del Guayas y el 50% en otras 16 provincias y después lo enredó en una maraña burocrática que impidió su ejecución? ¿Por qué un consejero abandonó la sesión del pleno del CNE cuando se necesitaba su voto para dar paso al recuento acordado días atrás entre los candidatos? ¿Por qué una consejera se fue de vacaciones en el último y más crucial momento del proceso?...

Son tan densos los niveles de oscuridad con que se ha manejado este proceso, que la Defensoría del Pueblo ha enviado un exhorto al CNE para que “permita el acceso público al ciento por ciento de las actas de escrutinio de las juntas receptoras del voto, así como para que se atiendan todos los recursos a los que haya lugar, de manera que se garantice la transparencia del proceso electoral”. El CNE tiene en los próximos días la oportunidad de atender esas demandas. Si no lo hace, estará negando la posibilidad de confirmar o desmentir las sospechas. Y con ello se acercará peligrosamente a la primera definición de fraude que consta en el diccionario de la RAE: “Acción contraria a la verdad y a la rectitud, que perjudica a la persona contra quien se comete”.

Hay que volver a nombrar las cosas por su nombre precisamente ahora cuando la cultura política se ha vuelto adicta a retorcer los significados. Hace pocos días, el alcalde de Quito, Jorge Yunda, dijo que para él era una “presea” el grillete electrónico que porta en su tobillo por disposición de un juez que lo implicó en un presunto fraude en la compra de pruebas para la detección del covid19. Recordemos que Yunda es un simpatizante de aquella mafia que gobernó al Ecuador durante una década y que llamaba revolución a lo que no era otra cosa que el asalto a los dineros públicos; terroristas, a los estudiantes que protestaban en las calles, así como a los indígenas y ecologistas que defendían la naturaleza; y ahora llama perseguidos políticos a los jefes del crimen organizado que guardan prisión por sus delitos… Esa banda está a punto de volver al poder.

El último pronunciamiento del CNE dice que, una vez proclamados los resultados, procesará todas las impugnaciones. Así, colocará las denuncias en el terreno kafkiano de los procesos administrativos. Cualquiera que sea el resultado, la autoridad electoral no podrá despejar las sospechas sobre su actuación. Ni su presidenta ni sus consejeros han podido ni querido entender la enorme diferencia que existe entre cumplir un proceso y hacer justicia.

 

domingo, 10 de mayo de 2020

La educación en la sociedad del cansancio

Por Gustavo Abad

 Una escena de la vida académica actual:

El profesor se instala a las siete de la mañana frente al computador. No desayuna todavía porque el horario lo obliga a escoger entre el sueño y la alimentación. Apenas toma un café cargado para despertarse bien y siente que el ardor del estómago, perceptible hace ya varios meses, ha vencido las defensas del cuerpo y ahora amenaza su psiquis. Abre el aula virtual para conectarse con ochenta y cinco estudiantes semidormidos que, al igual que él, cumplen el rol que el sistema educativo les ha asignado en este libreto del teletrabajo y la teleducación.

¡Clik!

Las pantallas de Zoom, Moodle, Teams, Skype, WatsApp, Jitsi meet… danzan antes sus ojos. Durante el resto del día abrirá el chat, contestará preguntas, asignará tareas, revisará trabajos, pasará a la teleconferencia, a la tutoría virtual, al foro programado… Cada tanto, perderá la conexión a internet porque su proveedor es CNT, algo a lo que nunca le dio importancia, porque tampoco pensó que un día tendría que usar sus propios equipos y recursos para dar clases, asistir a reuniones en línea, enviar informes, coordinar talleres, subir calificaciones y permanecer clavado frente a la pantalla en una jornada de trabajo que no termina sino hasta las diez de la noche.

La comida se quema y el puto perro que no para de ladrar…

Pienso en este personaje, compuesto con la suma de las partes de muchos que comparten la misma situación y, a la larga, representan uno solo: el profesor medio de un colegio o universidad en estos momentos. Lo pienso y lo sufro también, porque vivo en algunas de sus partes y porque algunas de sus partes viven en mí. Y más ahora, cuando vamos por los cincuenta y cinco días de encierro forzado y el gobierno se empeña en darle una nueva vuelta de tuerca a la precarización del sistema educativo en el Ecuador.

El Consejo de Educación Superior (CES) aprobó al pasado 7 de mayo una norma según la cual los profesores titulares de las universidades públicas tienen que impartir hasta 26 horas de clases semanales y manejar cursos de hasta 100 estudiantes por aula (virtual, valga la aclaración) y distribuir las 14 horas restantes en preparación de clases, calificación de exámenes, gestión administrativa, proyectos de investigación, escritura de artículos, tutorías, informes y una cadena de obligaciones, en las que no consta el alimento de la lectura, el estudio ni la reflexión acerca del propio trabajo de educar.

El profesor universitario, según esta norma, pasa a ser una máquina de rendimiento a tiempo completo. Una máquina sonámbula de rendimiento, añadiría yo. Ser docente ahora implica vivir en un estado permanente de atención dispersa y superficial, absorbido por las pantallas y los dispositivos de la vida mediada por el computador y la red. El telesclavismo del siglo XXI se ha puesto en marcha. En la primera línea de los subyugados están los docentes y, detrás de ellos, miles de estudiantes obligados a conformarse con lo que caiga de la trituradora.

En su obra La sociedad del cansancio, Byung-Chul Han llama precisamente “sujetos de rendimiento” a los individuos sometidos, más allá de su resistencia psíquica y corporal, a las exigencias productivas del régimen capitalista. El filósofo surcoreano encuentra una analogía entre el mito clásico de Prometeo –quien sufre todos los días los picotazos de un águila que le desgarra las entrañas como castigo por haber robado el fuego a los dioses– y la vida del sujeto contemporáneo –obligado a vivir cada día el autocastigo físico y mental en pos del rendimiento–. Mientras el primero lucha contra un enemigo exterior –el águila y la furia de los dioses–, el segundo se enfrenta, además, consigo mismo y contribuye con su dosis de fatiga a sostener la sociedad del cansancio.

La pandemia desatada por el coronavirus permite actualizar esta figura para entender lo que pasa. La sociedad del rendimiento y el cansancio no es un invento de ahora, pero el brote y descontrol de la enfermedad ha ofrecido a los gobernantes el argumento perfecto para acentuar las políticas de sobreexplotación en lugar de conducir al estado y a la sociedad a unas políticas de redistribución.

Y aquí se manifiesta de nuevo el doble uso de las tecnologías: la liberación y el control. Por un lado, las tecnologías ayudan a democratizar la información, a mejorar los intercambios culturales, a poner la vida en su gran complejidad al alcance de todos. Por otro, facilitan el rastreo y la vigilancia digital, la ampliación de la jornada de trabajo, la irrupción del mundo laboral en el mundo familiar y exponen la vida íntima a un altísimo nivel de invasión.

Lo que ocurre con la educación viene ocurriendo hace rato con la salud y el periodismo, solo para citar tres sectores muy visibles. A los reporteros les queda poco tiempo para entender lo que ocurre, porque están obligados a tomar fotos, escribir notas, hacer videos, reportarse en tiempo real para el canal o la radio del gran medio y, además, postear a cada minuto en las redes sociales. En medio de esta pandemia, periodistas, profesores, médicos y miles de profesionales precarizados, cuando no han sido despedidos, han visto cómo sus vidas se sumergen, cada día más, en la sociedad del rendimiento y el cansancio.

Sin embargo, no se trata solo de un deterioro de la vida en términos personales. Se trata de un deterioro de la noción de lo público en su sentido más amplio. Aclaremos esto. Hay una tendencia a confundir lo público solamente con lo estatal, o con lo visible, o con lo publicable. Lo anterior, en efecto, forma parte de lo público, pero no lo abarca todo. Lo público significa todo asunto, lugar o actividad en que la autonomía personal entra en contacto y, generalmente, en conflicto con los acuerdos colectivos expresados en las leyes. El puente que une lo privado con lo público es la política.

Cuando un médico, un profesor, un periodista, cualquier profesional, se ve obligado a poner en riesgo su salud física y mental para cumplir con su trabajo, no estamos frente a un asunto personal, sino frente a un problema de interés público. La pandemia ha puesto en evidencia el debilitamiento de lo público en el Ecuador. El desmantelamiento del sistema de salud contribuyó, tanto como el virus mismo, a la muerte de miles de personas. El desfinanciamiento del sistema de educación puede dejar en los próximos meses a miles de docentes sin empleo y a otros miles de estudiantes sin oportunidades. 

El gobierno aprovecha la pandemia –en cuyo combate, sin duda, todos debemos participar– para violar la Constitución y el Estado de Derecho. En otras palabras, destruye lo público y nos empuja hacia la sociedad del cansancio, al estrés colectivo, a eso que algunos llaman el infarto del alma.

 

domingo, 12 de abril de 2020

Las multitudes sitiadas


Por Gustavo Abad

Una de las grandes paradojas de esta cuarentena –ya van 28 días y no se divisa el final– es que hemos comprobado, con mayor claridad que en otros momentos de la historia, el irrompible vínculo entre el individuo y la multitud. El aislamiento nos muestra en cada mínima acción el efecto de las conductas individuales en el entramado colectivo. Una simple decisión personal, como la de usar o no la mascarilla para salir a la tienda, puede tener efectos beneficiosos o destructores en la vida de los otros.
El modo en que cada familia y cada persona han asumido este encierro forzado ofrece muchas pistas acerca de cuáles podrían ser los principales comportamientos sociales cuando la pandemia termine.
Al inicio de la crisis, las preocupaciones, al menos de un sector que pudo quedarse en casa sin mayores apremios, se concentraron en dos: cómo llenar la despensa de comestibles y medicinas; y cómo no morir de aburrimiento en la quietud de la vida estancada. La preocupación por el sector informal, que no podía paralizarse –porque su economía precaria, sustentada en el ingreso diario, no se lo permitía– vino después, casi como un error de guion que pocos advirtieron a tiempo.
La actitud personal frente a un problema colectivo, sobre todo en épocas de crisis, es determinante en el resultado final. Mientras las calles se quedan vacías y la vida en los espacios públicos tradicionales se reduce al mínimo, la vida en internet y en las redes sociales adquiere una intensidad nunca vista. Mientras más recluidas se encuentran las personas, mayor es su necesidad de interacción, de contacto –aunque sea mediado por la tecnología– con los demás.
Las fotos de unas ciudades de cielo despejado, libres de automóviles y de esmog, crean la ilusión de que el mundo se ha detenido, de que el planeta respira aliviado. Los videos de osos, venados y cóndores que, libres de la presencia humana, recuperan lo que siempre fue suyo, hacen soñar con un mundo que revive gracias a la tregua que le ha dado, aunque de manera obligada, la especie más depredadora.
Me pregunto si, una vez superada la pandemia, estaremos dispuestos a vivir de otra manera o, por el contrario, dejaremos pasar esta oportunidad de enmendar nuestra forma de vida. Y ahí es donde se activa la relación entre individuo y multitud, entre autonomía personal y necesidad social.
La quietud en la que el virus nos ha sumergido en estos días es ilusoria. Si comparamos, por un lado, el número de horas dedicadas a internet, a las redes sociales, a las compras en línea, a las reuniones virtuales, al teletrabajo y una infinidad de actividades en red; y por otro, el tiempo dedicado a la lectura reposada, al diálogo intrafamiliar, al cultivo de un huerto urbano aunque sea en macetas y otras tareas menos vertiginosas –que no son un privilegio de clase, como afirman algunos, sino una actitud vital de querer hacerlo– es indudable la supremacía de las primeras.
El mundo, en su dimensión económica y desarrollista, no se ha detenido, apenas ha aminorado la marcha. La vida, en su dimensión cultural y psicológica, tampoco ha parado. Los gobernantes no están pensando en cómo cambiar los modelos productivos a favor de la conservación, sino en cómo poner a funcionar nuevamente la maquinaria para recuperar el tiempo perdido. Los pensadores, que advierten del peligro de volver al ritmo de producción y consumo anteriores, ocupan un espacio marginal en el torrente de información en línea.
Millones de personas conectadas en busca de entretenimiento para sobrellevar la dura prueba que la vida les ha puesto –la de encontrarse consigo mismas– no parecen terreno fértil para un pensamiento renovador. La sociedad del espectáculo incluso ha presentado, como en un juego de apuestas, la tesis optimista de Slavoj Zizek –de que el virus le ha asestado un golpe mortal al capitalismo– versus la pesimista de Byung-Chul Han –de que el virus, más bien, ha fortalecido el aislamiento y el control social– y sus adeptos solo se preguntan quién ganará.  
La pregunta, creo yo, que corresponde a estos momentos es cómo desarrollar en el plano personal una actitud frente a los tiempos que se avecinan. O nos tomamos la pandemia como una contingencia que tenemos que superar para continuar con el modo de vida –de máxima producción y consumo– o la tomamos como un llamado de alerta mundial a construir otro –con menos explotación y más distribución– que prolongue la vida en el planeta. La decisión es personal, pero el efecto es colectivo. En ese sentido, las tecnologías son una herramienta poderosa para la transformación social.
Si las multitudes físicas de las calles, los estadios, los mercados han devenido en ecosistemas peligrosos para la salud, las multitudes virtuales pueden llegar a ser igual de nocivas para la reflexión y el entendimiento. La cantidad de noticias falsas, rencillas políticas, prejuicios raciales, nacionalismos anacrónicos que inundan las redes sociales destruyen la psiquis. Cada acción irresponsable en el mundo virtual genera una energía destructiva en el mundo material y tangible.
Sin embargo, desde otros campos de esa misma sociedad –conectada y fragmentada a la vez– resurge la solidaridad, el sentido comunitario. Un grupo de mujeres esmeraldeñas fabrica en dos días más de mil mascarillas para cubrir un barrio entero y varios hospitales; decenas de camionetas llenas de ramas de eucalipto y papas bajan desde las comunidades de Chimborazo para auxiliar a los habitantes de Guayaquil; un ganadero de Saraguro reparte doscientos litros de leche entre las familias que no pueden salir a trabajar; una organización de profesores de la Universidad Central distribuye mascarillas y guantes a los médicos abandonados por el Estado…
El soporte emocional para superar el confinamiento no depende de la cantidad de canales habilitados por la televisión de cable. La vocación por la vida está en la llamada de un vecino a otro para saber si amaneció bien esta mañana. La pandemia no será menos dañina por la cantidad de películas que podamos ver en Netflix. La batalla contra el virus se gana cuando compartimos una canasta de alimentos con una familia a la que le hace falta y así evitamos que se exponga para conseguirla. Dicho de otro modo, la sanación –personal y colectiva– no está en la fuga hacia afuera que nos proporciona el entretenimiento y la industria del espectáculo, sino en el viaje hacia adentro que nos aporta la conciencia de lo que estamos viviendo.
La energía de la resistencia contra este y los próximos virus se basa en esa mínima transformación individual, en esa potencia viva y, sobre todo, en esa apuesta por el futuro capaz de alcanzar su máxima intensidad en las multitudes sitiadas de nuestro tiempo.